domingo, 8 de noviembre de 2009

Otro aporte para Río de las congojas

El siguiente es un interesante artículo de Liliana Heer


Vista en picado Por Liliana Heer


Sobre la novela Río de las Congojas de Libertad Demitrópulos

Texto leído en la entrega del premio Boris Vian 1997

Librería Gandhi, Buenos Aires


Leer a Libertad Demitrópulos es celebrar el lenguaje, ese enigma que nos convierte en pájaros. Es partir el carozo de una fruta prohibida, permanecer como Ulises alerta al canto de las sirenas aun conociendo el riesgo de la escucha. Demitrópulos tiene la virtud de mancillar la lengua imprimiendo tonos enriquecidos de miserias y anhelos; los tonos que suelen tener los seres cuando se aventuran a revelarse contra quien manda a poseer, vaciar, matar una identidad, una patria. Su escritura rescata expresiones verbales, giros de inmediatez que confieren a la oralidad el carácter de una epifanía al tiempo que actúan como núcleos de resistencia dejando la trama en suspenso. En el intento por mantener viva la polifónica lengua de los argentinos –recobrada y también inédita- su narrativa adquiere una dimensión real. Aquellas partículas que sufrieron el letargo de lo sepultado cobran vida merced a la incesante mordedura sintáctica. Recuerdo que Pessoa, refiriéndose a la inmortalidad como a una ficción de los gramáticos, veía más vida en ciertas imágenes que habitan los escondrijos de los libros que en la realidad de muchos hombres y mujeres.

Los textos de Libertad Demitrópolus están dotados de materialidad visual, sensible a la superficie y a las fronteras. Hay huesos en las entrañas de la letra. Cada palabra un veredicto, la traición, los desengaños. Voces cuentan al estilo de una epopeya los grandes combates y la noria de los actos cotidianos: magra latitud donde mientras el hombre presiona y arremete, la mujer luce máscaras para sostener un espacio. Máscara de puta o monja, maquinaria atávica, antídoto febril rejuvenecido de augurios. La sexualidad femenina exhibida como estandarte de poder, único vértice que opera a la par de la violencia masculina.

La prostitución es un tema recurrente en algunas de sus novelas. Vírgenes engañadas, dulces entusiastas casaderas, esposas perdidas, hermanas en oferta, voraces gozadoras. La mujer porta en su cuerpo una mina de oro, riqueza náufraga en otra clase de intercambios. En un Piano en la Bahía desolación, leemos:

“Entre tanta prostituta inglesa con sus yes mister, I love you, my machou, ¡you ser carnudo?, oh beautiful, esta mujer (Eulalia, una monja que todas las noches se escapaba del convento) era distinta, natural, sencilla, más humana. Tenía su tono propio…tan especial era que el Gallego a tres meses de conocerla y convertirse en su rufián no había conseguido acostarse con Eulalia en tanto comprobaba que los clientes pagaban con gusto el arancel que él había fijado y que ella entregaba religiosamente…”

La novela Río de las Congojas (premio Boris Vian 1997) que también podría llamarse Río de la noche, se desarrolla en un territorio donde posible e imposible convergen a través de un realismo elíptico confundido por algunos críticos con realismo mágico. Río de la noche larga del recuerdo alojado entre la brújula insomne y el dormir. Reto a duelo de varios protagonistas: víctima-victimario, español-mestizo-indio-naturaleza, agua-tierra, hombre-mujer, hija-madre, madre-feto. Duelo a muerte. Con agua se apaga la cal. Con agua se evita el enfriamiento.

Esta novela parece haber sido escrita con lacre, fogosa materia satinada malparida de escudos y promesas. Imágenes de la travesía de Juan de Garay, sus vanaglorias, los emparentamientos con la iglesia, con la monarquía. Demitrópulos esculpe una ciudad, hace visible una época, recorre itinerarios perdidos, saturados de maltratos, decretos, injusticias: supuestas legalidades. Con esa materia destellante, como si necesitara hacer de la ciudad y los hombres un molde para descubrir la silueta de ese inmenso Golem que es la historia de un pueblo, imprime figuras tan nítidas como las que Eisenstein plasmara en sus películas.

Demitrópulos transforma el crimen en canto, recobra expresiones verbales, vuelve la oralidad poemática, epifánica, crea núcleos de resistencia dejando la trama en suspenso, y en ese intento por mantener vivo el lenguaje -recobrado pero también inédito- la fuerza de la historia que narra adquiere dimensiones reales. Escritura geográfica, sensible a la superficie, a las fronteras. Huesos en las entrañas de la letra. Cada palabra un veredicto, la traición, el fulgor, los desengaños. Voces donde el género marca un estilo, una manera de contar la epopeya de combatir por esa magra latitud digna donde el hombre alberga recuerdos.

Río de las congojas tiene un vértice de encuentro con Rashomón de Akutagawa, aquel texto en el que cada personaje narraba una versión distinta del mismo acontecimiento. Aquí los acontecimientos son expuestos como si se reconstruyera lo que aún no se ha concebido. María Muratore, Blas, Isabel Descalzo al contar cuartean el lenguaje. La repetición toma innumerables formas, decires, sin embargos. Ningún estereotipo, el sabor cotidiano de la ponzoña y sus armas, también los consuelos.

En Río de las Congojas, la identidad es llevada al extremo de lo póstumo, unión donde la historia se interrumpe. El átomo de parentesco se revela en el momento de la muerte: una madre se antepone para que no maten a su hija, da su vida por la hija que ignora que esa mujer es su madre. Luego, María Muratore hará grabar sobre una lápida de bronce el epitafio:

“Ana Rodríguez me llamo

y aunque abjuré de mi hija

en la muerte la reclamo”.

De la misma manera, Blas descubre que el soldado a quien no le gusta matar y malherido balbucea “esta guerra se perdió”, detrás de su armadura oculta el cuerpo de una mujer, la suya que creía muerta.

Una de las escenas más conmovedoras de la literatura que esta novela me evoca es la de un escritor del sur de los Estados Unidos, especialista en reconstruir el habla de los negros, en romper como Demitrópulos el mar congelado que tenemos dentro. Pocos protagonistas saben de la desolación como la pareja de Palmeras Salvajes delineada por Faulkner. Nuestro Blas es también Harry. Harry como Blas hurga en el cuerpo de la mujer amada para salvarla y la pierde; pero como Blas permanece unido al cuerpo amado porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria y entre la pena y la nada ambos eligen la pena.

En la novela Flor de hierro (metáfora de las flores que los coágulos de sangre forman sobre el metal) igual que en Palmeras salvajes, se tensionan dos temporalidades. El pueblo tucumano de Medinas y su sombra: la conquista de la tierra de los diaguitas por el fundador de encomiendas Gaspar medinas y su hijo Diego. En el presente de la novela, Demitrópulos muestra la miseria y el desamparo en el que viven sus habitantes. La única posesión de medinas es el Cementerio, depósito de almas de una localidad vecina que canjea sus muertos por agua. La identidad de los sedientos se define por el contrapunto de ciertos rasgos. Son pobres y orgullosos, humildes y altaneros, sufrientes y agradecidos, tan respetuosos de la grandeza como despreciativos de lo superfluo. Se rememoran las delicias del pasado y paródicamente hasta el opa del pueblo cree pertenecer a la estirpe del conquistador.

En aras de la Ciudad de los Césares, majestuoso dorado secreto de los indios siempre próximo a ser descubierto, una mujer, Violante, espera el retorno de Diego Medinas, lo espera hasta morir. El relato de la conquista es narrado en siete capítulos, abierto cada uno de ellos por una pregunta, cerrada la trama por el canto del amante y la mujer perdida:

“Y porque la guerra era un constante remover la llanura, me obsesioné contando las flores de hierro que crecían en mi espada. Flores herrumbradas de bordes espesos donde el trajín del sol bordaba espuma como estrías ansiosas. Flores de fiebre que el hierro fingía abiertas y anhelantes. Por estas flores no me acosaba ninguna tristeza ni recuerdo. Ningún beso me rondaba las carnes. Ningún ansia la memoria. Porque, ¿sabés, Violante?, teniendo alguna de esas flores suspirando en la espada, pensar en quien se mama era mirar, hasta el fondo, correr el agua de un río y esperar a que el río ahí mismo se detenga”.

© Liliana Heer

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